Prólogo al libro Joaquín Albarrán y los caminos de la Urología (A.E.U., Madrid, 2020)
Sobre la vida y obra del doctor Joaquín Albarrán Domínguez (Sagua la Grande, Cuba, España, 1860-Arcachon, Francia, 1912) es mucho lo que hasta hoy se ha escrito y publicado, generando una bibliografía tan abundante como interesante y dispersa; aportaciones sucesivas que sumadas unas a otras constituyen un corpus prácticamente inabarcable en su totalidad. Inabarcable como lo es también la ciclópea figura científica del ilustre urólogo y su magistral y universal influencia en la urología que se desarrolló internacionalmente a lo largo del pasado siglo.
Precisamente por ser muchos y dispersos los trabajos dedicados al estudio de la vida y obra de Joaquín Albarrán trascurrida de largo una centuria desde su temprano fallecimiento en 1912, este libro resulta imprescindible, no solo para el urólogo contemporáneo sino para cualquier curioso interesado en la Historia de la Medicina. Albarrán, no obstante su prematuro fallecimiento acontecido a los cincuenta y un años, y desde los cuarenta y ocho retirado de la actividad profesional a cuenta de intentar recuperar su quebrantada salud, disfrutó una corta pero intensísima y fecunda vida científica absolutamente dedicada al desarrollo de la especialidad urológica que abarcó desde la investigación básica bacteriológica, fisiológica e histopatológica a las más innovadoras técnicas quirúrgicas que sentaron las bases de la operatoria de las vías urinarias que sucesivamente fueron perfeccionándose siguiendo los caminos por él originalmente abiertos.
Albarrán, en su tiempo, fue el ejemplo más señero del médico especialista en el que se vertebran, sobre la sólida base de una profunda sabiduría generalista, la investigación, la práctica asistencial, la docencia y la luminosa divulgación de su magna obra. Sus apasionados biógrafos, los doctores Marlene Fernández Arias y Javier Angulo Cuesta, han seguido minuciosamente el itinerario vital del insigne personaje ofreciendo una obra sólidamente documentada a partir de fuentes archivísticas tanto de dominio público como particulares, estas generosamente puestas a disposición de los investigadores por los descendientes directos y colaterales del personaje biografiado, así como amenísimamente ilustrada con profusión de imágenes y figuras escogidas que además de embellecer y deleitar aún más la lectura, suponen ellas mismas fuentes documentales de valor excepcional.
A partir del nacimiento de Joaquín Albarrán en 1860, acontecido en la villa cubana de Sagua La Grande, desgranan los profesores Fernández Arias y Angulo Cuesta, metódicamente, analíticamente, su biografía, pormenorizada casi año por año, resumida en un práctico cronograma venturosamente impreso al principio del texto, y no al final como es costumbre generalmente admitida, que permitirá al lector una aproximación inicial y panorámica a la globalidad del estudio. Hijo de aristócrata criolla, María Micaela, y de médico peninsular advenido en empresario azucarero, Pedro, Joaquín fue el quinto fruto del matrimonio y el tercero de los vástagos varones de una familia acomodada perteneciente a la oligarquía española que, como tantas otras, hizo fortuna en la feraz tierra cubana. Tempranamente huérfano de madre a los dos años, y de padre a los cuatro, queda bajo el amparo y la tutela de su padrino de bautizo, el doctor Joaquín Fábregas, su padre espiritual según dispone la doctrina católica, que asumió las obligaciones contraídas en virtud del sacramento con su apadrinado, proporcionándole una educación cristiana durante su primerísima infancia al cuidado de las hermanas dominicas de su villa natal, y a partir de 1869 en el internado habanero de los padres jesuitas, siempre en compañía de su hermano mayor, Pedro, que resultará para Joaquín más que un hermano, el padre que le hurtó la muerte. Pero muy pronto ambos hermanos, bien por causa del conflicto insurreccional independentista cubano no exento de tintes civiles, bien con objeto de alcanzar la excelencia académica universitaria de acuerdo a su compartida vocación médica en un ambiente social menos enrarecido, como tantos otros criollos acomodados abandonaron la tierra insular, su nación, por la continental española, la patria común, estableciéndose en Barcelona de donde era natural el doctor Fábregas.
Cubanos en tránsito hacia la metrópoli, cruzándose en el océano con soldados expedicionarios de leva destinados a sofocar el movimiento emancipador isleño; entre estos, el capitán médico Santiago Ramón y Cajal, con quien Joaquín coincidirá en Madrid una vez concluida su licenciatura médica en Barcelona para abordar en la capital sus estudios de doctorado en la Facultad de San Carlos (1878), estudios que el futuro premio nobel, por su parte, había finalizado el año anterior. Don Santiago dedicará algunas páginas de los recuerdos de su vida consignados en el primer tomo, Mi infancia y juventud (Madrid, 1901) a rememorar sus personales consideraciones relativas la cuestión cubana: «Con una falta de cordura incomprensible en preclaros talentos, hombres como Castelar y Cánovas pensaban que Cuba –esa Cuba que nos aborrecía y cuya independencia, deseada por América entera, era inevitable– valía la pena de sacrificarle España». Y más adelante continúa reflexionando: «Si las condiciones de la paz del Zanjón hubieran nuestros gobiernos convertido en ley, habríamos quizá evitado la segunda guerra separatista y con ella el desastroso choque con Estados Unidos. Caímos porque no supimos ser generosos ni justos». Al menos don Santiago escapó de Aqueronte, y los emolumentos devengados en Cuba, que hubo de reclamar tenazmente a su regreso, sirviéronle para adquirir un microscopio, un microtomo y los pertinentes reactivos con los que pudo dar comienzo a sus investigaciones histológicas. Pero allí quedaron, sacrificados por España, decenas de miles de jóvenes cuyo recuerdo se conmemora en el monumento erigido por la República Independiente de Cuba en 1930 en Las Lomas de San Juan, «que por voluntad de su pueblo y de su ejército dedica este homenaje al soldado español, que supo morir heroicamente en cumplimiento de su deber».
Si al navarro-aragonés Cajal le cupo la gloria de abrir los nuevos caminos de la neurociencia, al cubano Albarrán la igualmente inmarcesible por los que transitará la urología moderna. Ambos compartieron la gloria médica y el general reconocimiento y aplauso a su meritoria obra, pero también compartieron la misma enfermedad, aquella a la que Albarrán dedicó su tesis madrileña, su primera tesis, El contagio de la tisis, enfermedad de la cual sucumbirá en el balneario atlántico de Arcachón en enero de 1912, y que felizmente superará Cajal tomando las aguas y respirando los aires pirenaicos en el oscense de Panticosa.
Si a Sagua La Grande le cupo el honor de recibir como hijo a Joaquín para ofrecérselo a la Humanidad, a Barcelona el de acogerle en su juventud aplicado a los estudios de bachiller (1873) y los correspondientes a su licenciatura médica completada brillantemente (1873-1877) y a Madrid el de otorgarle el birrete del doctorado (1878), a París le corresponde la triple honra de su segundo doctorado, del internado quirúrgico y muy particularmente del desarrollo de su prolífica carrera profesional. Y a Francia el de recibirlo como hijo adoptivo suyo en 1890, ciudadano ilustre de la república una vez concluido el internado en el hospital Necker al lado de Félix Guyon, obstetra devenido en urólogo, célebre fundador de la escuela francesa de cirugía urológica, primer catedrático de la especialidad, y, similarmente a su discípulo dilecto Albarrán, nacido como él en territorio insular, en 1831, en la lejana isla Reunión del océano Índico, entonces como hoy departamento de ultramar de soberanía francesa, de padre bretón establecido en la isla, Jean Baptiste y de madre criolla, Rose.
Pero el destino de los hermanos Pedro y Joaquín Albarrán no era Paris, Francia, sino Alemania, Berlín. Sin embargo, nos cuentan sus biógrafos, la Fortuna y el histólogo Louis Antoine Ranvier los detendrán en la capital del Sena en 1879, influyendo decisivamente en sus respectivas carreras, toda vez que uno de los primeros intereses científicos de Joaquín fue el microscopio y la investigación histológica. Y es lícito preguntarse si acaso Cajal, o el profesor de doctorado en Madrid don Aureliano Maestre de San Juan, también histólogo, pusieran en antecedentes de la autoridad científica de Ranvier ( o la de Kölliker, quien habrá de ser el mentor internacional de Cajal, en Berlín ) a los hermanos Albarrán, pues ambos, Cajal y Joaquín Albarrán, compartieron en Madrid con solo un año de diferencia, como se ha dicho anteriormente, los mismos estudios del ciclo de doctorado: la Química Analítica con el profesor de Farmacia don Ramón Ríos, la Historia de la Medicina según el texto del doctor don Tomás Santero intitulado Prolegómenos Clínicos, y la Histología Normal y Patológica con el doctor Maestre de San Juan, el único de los tres profesores, según Cajal recuerda en su autobiografía arriba mencionada, «que se atenía fielmente al enunciado de su asignatura, examinando con arreglo al texto y programas oficiales».
Durante el decenio 1879-1889, Joaquín Albarrán realiza su segundo doctorado en la Facultad de Medicina de París (1879-1884) y el internado de Cirugía (1884-1889), cuyos dos últimos años los concluye en el Necker al lado de Guyon, iniciando su carrera profesional al filo de los treinta ya completamente dedicado a la Urología, una vez leída y laureada su segunda tesis, El riñón de los urémicos
Pedro Albarrán regresó a Cuba estableciéndose en La Habana como especialista de vías urinarias. Los hermanos se separan tras una larga convivencia cotidiana, pero mantendrán su relación fraternal sabiendo coincidir cuando la ocasión se lo permita. Joaquín permanecerá en Francia, su nueva patria de adscripción civil, pues el hombre, tal como Silvano, el co-protagonista de la novela dialogada del clérigo cordobés Francisco Delicado, responde a la pregunta que la Lozana Andaluza (de quien la clásica novela toma el título) le formula, inquiriéndole ésta por qué el autor de su retrato «no se llama cordobés, pues su padre lo fue y él nació en la diócesis», a lo que replica Silvano: «Porque su castísima madre y su cuna fue en Martos, y como dicen, no donde naces sino con quien paces». Solamente dos visitas se le cuentan a su isla natal, coincidentes con la finalización de su segundo doctorado (1885) y la del internado (1889). A su regreso a Paris, Albarrán contrae su primer matrimonio, funda familia y comienza su actividad profesional que se extiende los siguientes dos decenios, plena de logros, publicaciones de referencia, premios y condecoraciones como su nombramiento de caballero de la Legión de Honor Francesa y la sucesión de su maestro Guyon al frente de la cátedra de Urología del Necker. Si su orfandad fue precoz, precoz fue también su fallecimiento no obstante todos los esfuerzos realizados para superar la tuberculosis que le mantuvo alejado de su actividad los tres postreros años de su vida, siempre en compañía de su segunda esposa, mujer francesa de ascendencia española, Carmen, que sumó otros dos hijos a los dos habidos con la primera, la napolitana Paulette, de quien enviudó tempranamente. Quizá fuera la precocidad, feliz y también adversa, una constante en la vida de Albarrán. Precoz, breve y plena como fue también la vida del criollo José Martí Pérez (1853-1895), coetáneos, quizá, o por mejor decir, sin lugar a dudas las dos máximas figuras de la medicina, la política y la literatura cubanas, héroe nacional de una Independencia por la que luchó con resolución pero que no alcanzó a ver hecha realidad. Martí residió en Madrid entre 1871 y 1874 deportado por su actividad secesionista, y solo, parece ser, en dos ocasiones visitó Paris de tránsito hacia América, la última en diciembre de 1879, solapándose cronológicamente su estancia con la llegada de los hermanos Albarrán a la capital de Francia. ¿Coincidieron personalmente los hermanos Albarrán con Martí? No hay constancia. Pero sí la hay de que la fama y la llama del independentismo brotada en Albarrán, alcanzó con beneplácito y admiración los oídos del apóstol revolucionario.
Pero el encomiable trabajo de investigación de los autores no se detiene exclusivamente en el estudio de la obra, vidas pública y privada de Joaquín Albarrán, la cual, prescrito ya el siglo desde su fallecimiento, pudiera completarse historiográficamente en un futuro con la publicación del inventario de sus bienes y últimas voluntades, sino que los autores lo amplían siguiendo los caminos de la urología moderna, tal como se expresa en el título, incardinando al personaje biografiado en el tiempo urológico que le correspondió vivir. Dos partes íntimamente relacionadas con Albarrán, interconectadas, abrazan el estudio: El nacimiento de la urología científica, en el que se repasa la escuela urológica francesa y sus orígenes en el siglo ilustrado, la fundación de los hospitales parisinos Necker y Cochin, la semblanza y la obra del padre de la urología, Félix Guyon, su legado, sus discípulos europeos, españoles e hispano-americanos y su insigne escuela quirúrgica, sin olvidar el advenimiento del cistoscopio del alemán Nitze, instrumento cuya original naturaleza diagnóstica dio paso, con el dispositivo añadido por Albarrán, su célebre “uña”, a la exploración funcional renal mediante la obtención de orina por cateterismo ureteral independiente, así como los colegas, amigos y corresponsales españoles de Albarrán, a quienes correspondió con su noble amistad y atención.
Y, por último: El nacimiento de la urología moderna en España, en Madrid de la mano del doctor Enrique Suénder en el servicio de vías urinarias del Hospital Militar, y en Barcelona liderada por el urólogo bilbaíno Victor Azcarreta en la clínica de la calle Bonanova, a partir de los cuales los autores repasan las semblanzas de los urólogos pioneros nacionales cuyos trabajos y esfuerzos concluyen con la fundación de la Asociación Española de Urología, sin olvidar la extensa galería de aquellos que disfrutaron la fortuna de completar su formación en Paris junto a Albarrán. Completa la obra una curiosa selección del epistolario cruzado con Albarrán por sus discípulos españoles y una escogida e imprescindible bibliografía, entre cuyos epígrafes figura la primera biografía dedicada a Joaquín Albarrán, subtitulada Vida y pasión científica de un médico genial (La Habana, 2012), igualmente escrita, como esta que ahora viene a completar aquella en colaboración con el doctor Angulo Cuesta, por la doctora Marlene Fernández Arias, de cuyos perseverantes desvelos dedicados al estudio del insigne personaje es acreedora no solo la urología cubana, francesa y española, sino la urología internacional en su más extensa acepción.
Dr. D. Juan José Gómiz León, director de la Oficina de Historia de la AEU.
Madrid, siete de abril de 2020
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